Imagen y Kiwi Station logo cortesía de Dharma Initiative Inc.
Diez días desde mi llegada después ya puedo ir soltando algunas impresiones, quizás infundadas, quizás espontáneas, de lo que Nueva Zelanda es y de lo que intenta ser.
Nueva Zelanda es una interminable e impresionante postal 3D, un recorrido virtual por un catálogo de DVDs de National Geographic y una continua colección de paisajes maravillosos; pero también hay una Nueva Zelanda ceporra y chabacana, un puzle de diminutos microcosmos de lo que hemos venido a llamar Rednecks Postapocalípticos. O lo que es lo mismo, catetos posmodernos sin valores, sin esperanzas y sin chanclas.
Auckland no es una ciudad especialmente eterna. Es más, hay que dosificarla mucho para que no te aburra en una semana. La urbe más poderosa del país extiende a un millón de personas en torno a Queen St., el intento kiwi de poseer una metrópolis de cierto nivel, aunque acusa visiblemente su juventud. Las multinacionales, los bancos y las souveniradas se han puesto manos a la obra, pero una avenida comercial ni debe ni puede ser el pilar de una gran ciudad. Aparte de eso, un puñado de locales, un museo, un teatro, un esto y un lo otro. En compensación, una enfermiza proliferación de japoneses, chinos, coreanos y thais que hacen mis delicias un día sí y otro también.
Si a eso le sumas el clima de lluvia-sol-nubes-lluvia-chaparron-sol-yvueltaaempezar, entenderéis por qué al cuarto día estaba subiéndome por las paredes de mi habitación. Ya había visto lo más interesante de Auckland y María y Dani seguían sin aparecer. Sin una intensidad urbana que me seduzca, la estancia en la ciudad me empezaba a taladrar el ánimo. Por suerte, la cosa cambió.
En este cambio tienen que ver, obviamente, las compañías. María y Dani llegaron hechos polvo, la galleguinha víctima de mil afecciones. En la academia, los puestos de la clase avanzada se lo reparten básicamente alemanes y orientales, con un turco y yo como invitados especiales. Las clases las imparte Terry, un gentleman divertido y muy interesante, una especie de moderno partenaire de Gandalf; en próximos episodios colgaré una foto suya. En clase, las mejores migas las hago con las alemanas, algunas de ellas también compañeras de hostal.
El cumplemuffin empieza a consolidarse.
La primera semana la hemos dedicado a bichear por la ciudad, por sus parques, sus tiendas y, como no, sus supers. Sí, queridos, la supervivencia urbana en kiwiland implica descubrir y asaltar los supermercados; si no, uno se ve en manos de los bandidos y truhanes de las Convenience stores que venden papas a precio de caviar. De ahí que infartara cuando entré en una el primer día y vi el litro de leche a 4$. Por otra parte, es casi orgásmica la variedad de salsas, pastas, bebidas, dressings y todas esas mierdas que nos encantan. Hay que ser muy retorcido pero muy genial para inventar 8 tipos de salsa de soja, anchoas fritas con sésamo para picar o snacks de pulpo con wasabi.
El primer fin de semana, después de un par de salidas a las afueras, nos pillamos un coche entre los tres con destino Cape Reinga, el segundo cabo más al norte del país. En cuanto uno sale de Auckland, los paisajes se embellecen y los ciudadanos mutan en rednecks de mirada torcida y hechuras sospechosas, auténticos bucaneros kiwis con poco cariño por sus pies. Bueno, ya está bien de calumnias gratuitas! El norte es una preciosidad, nos pegábamos a las ventanas del Corolla como perrillos, auténticos catetos flipando con tanto verde y tan bien puesto. Después de visitar una idílica cascada en Whangarei (hogar de Shanti, una especie de cani descalza con pinta superputera adicta a la chunguez), el coche nos hizo una gracia, una bromita de “Ahora no arranco, mamarrachos”. No nos dio tiempo a desesperar: en el horizonte, a lomos de un 4×4, apareció un enviado divino con sus hijos, sus genes maoríes y su bondad de hombre gordito. Envió a su niño a casa a por las pinzas y en 5 minutos volvíamos a andar. El modelo de su todoterreno lo decía todo: Dodge Charger.
Hola Pacífico, ¿como estás? dame un besito, muamuamuá
El faro de Cape Reinga se entretiene mirando como el Pacífico y el Mar de Tasmania se morrean sin descanso ni pudor frente a unas playas de postal caribeña. La mitología maorí dice que de las raíces de un árbol sagrado en Cape Reinga parten las almas en su vuelta a Hawaiki, su hogar primigenio. No sé si la mitología maorí cuenta con que sus descendientes ahora sean unas papas más en la tortilla neozelandesa: los maoríes son en Auckland lo que los latinos en Nueva York.
A la vuelta, momento Wes Craven. La aguja de la gasolina empieza a coquetear con el vacío, la noche está al caer, somos los únicos en la carretera y los poblados –aquí se juntan dos casas y ya es un pueblo- no ofrecen la mejor de las seguridades. Pasan los kilómetros y no hay rastros de gasolineras. Paramos donde mismo habíamos almorzado a la ida (Hangi, plato típico maorí basado en patatas dulces, verduras y carne, nada especialmente especial); el tipo me miró como si le hubiese preguntado por un puticlub nicaragüense. “Buff… prueba en Kaitaia”. Kaitaia. A hora y pico de allí. Manda huevos.
Por el camino, una gasolinera abandonada y otra cerrada y en venta. El panorama estaba negrísimo y todo parecía un vil telefilme del Showtime, con sus ingenuos estudiantes extranjeros, su lluvia de medianoche, su coche parado en mitad de ninguna parte y su redneck desollador de ingenuos estudiantes extranjeros, gancho de ganado incluído. Cuando ya estaba mentalizado para esperar la llegada de algún matarife borracho, ¡el milagro! Una BP a cinco minutos de cerrarse, con gasolina que sabía a gloria y cafeluchos de máquina para echárselos por la espalda. God save the Queen, copón!
El plan: rematar el domingo buceando con botella en las Poor Knights Islands, en el Top 5 del buceo según Cousteau. Dicho y hecho. Después de dormir –one more time- en el coche, en Tutukaka, salimos en barco hacia las islas, un paraje salvaje y protegido en el que está prohibido desembarcar por razones de carácter religioso y ecológico. Según cuentan, la isla fue escenario de la venganza de un jefe maorí que, sintiéndose insultado tras un intento de comercio, volvió a la isla cuando sus defensores se ausentaron y masacró a cuanta mujer, niño y abuelo encontraron. El jefe de la tribu masacrada declaró sagrado el lugar y prohibió volver a vivir en él. Las razones ecológicas incluyen geckos (único reptil que da a luz en lugar de poner huevos) y wetas de palmo y medio, además de ser el único lugar donde anidan las pardelas de Badell… sean lo que sean.
Pues sí, entré en el neopreno a la primera.
Es muy impresionante bucear a diez metros de profundidad entre algas que parecen de expositor, bancos de peces y bichos del tamaño de mi muslo aleteando a un palmo de mi cara. El fondo del mar es antigravitatorio y atemporal, te olvidas de que hay vida fuera del agua. Muy muy repetible.
La vuelta, cómoda y sin problemas. Por el camino, muchos más encuentros, situaciones, anécdotas y personajes, pero hay que dejar historias para las próximas charlas cerveceras. Aquella noche, la ducha fue antológica y la posducha, escandalosa: aún hay mendigos en los callejones de Auckland acojonados por los ronquidos.